Ilustración para cartel de Kenneth Whitley, 1939.
  • Ilustración para cartel de Kenneth Whitley, 1939.

Caperucita Roja 

Triunfo Arciniegas

Ese dí­a encontré en el bosque la flor más linda de mi vida. Yo, que siempre he sido de buenos sentimientos y terrible admirador de la belleza, no me creí­ digno de ella y busqué a alguien para ofrecérsela. Fui por aquí­, fui por allá, hasta que tropecé con la niña que le decí­an Caperucita Roja. La conocí­a pero nunca habí­a tenido la ocasión de acercarme. La habí­a visto pasar hacia la escuela con sus compañeros desde finales de abril. Tan locos, tan traviesos, siempre en una nube de polvo, nunca se detuvieron a conversar conmigo, ni siquiera me hicieron un adiós con la mano. Qué niña más graciosa. Se dejaba caer las medias a los tobillos y una mariposa ataba su cola de caballo. Me quedaba oyendo su risa entre los árboles. Le escribí­ una carta y la encontré sin abrir dí­as después, cubierta de polvo, en el mismo árbol y atravesada por el mismo alfiler. Una vez vi que le tiraba la cola a un perro para divertirse. En otra ocasión apedreaba los murciélagos del campanario. La última vez llevaba de la oreja un conejo gris que nadie volvió a ver. 

Detuve la bicicleta y desmonté. La saludé con respeto y alegrí­a. Ella hizo con el chicle un globo tan grande como el mundo, lo estalló con la uña y se lo comió todo. Me rasqué detrás de la oreja, pateé una piedrecita, respiré profundo, siempre con la flor escondida. Caperucita me miró de arriba abajo y respondió a mi saludo sin dejar de masticar. 

”“¿Qué se te ofrece? ¿Eres el lobo feroz? 

Me quedé mudo. Sí­ era el lobo pero no feroz. Y sólo pretendí­a regalarle una flor recién cortada. Se la mostré de súbito, como por arte de magia. No esperaba que me aplaudiera como a los magos que sacan conejos del sombrero, pero tampoco ese gesto de fastidio. Titubeando, le dije: 

”“Quiero regalarte una flor, niña linda. 

”“¿Esa flor? No veo por qué. 

”“Está llena de belleza ”“dije, lleno de emoción. 

”“No veo la belleza ”“dijo Caperucita”“. Es una flor como cualquier otra.  

Sacó el chicle y lo estiró. Luego lo volvió una pelotita y lo regresó a la boca. Se fue sin despedirse. Me sentí­ herido, profundamente herido por su desprecio. Tanto, que se me soltaron las lágrimas. Subí­ a la bicicleta y le di alcance. 

”“Mira mi reguero de lágrimas. 

”“¿Te caí­ste? ”“dijo”“. Corre a un hospital. 

”“No me caí­. 

”“Así­ parece porque no te veo las heridas. 

”“Las heridas están en mi corazón -dije. 

”“Eres un imbécil. 

Escupió el chicle con la violencia de una bala. 

Volvió a alejarse sin despedirse. 

Sentí­ que el polvo era mi pecho, traspasado por la bala de chicle, y el rí­o de la sangre se estiraba hasta alcanzar una niña que ya no se veí­a por ninguna parte. No tuve valor para subir a la bicicleta. Me quedé toda la tarde sentado en la pena. Sin darme cuenta, uno tras otro, le arranqué los pétalos a la flor. Me arrimé al campanario abandonado, pero no encontré consuelo entre los murciélagos, que se alejaron al anochecer. Atrapé una pulga en mi barriga, la destripé con rabia y esparcí­ al viento los pedazos. Empujando la bicicleta, con el peso del desprecio en los huesos y el corazón más desmigajado que una hoja seca pisoteada por cien caballos, fui hasta el pueblo y me tomé unas cervezas. "Bonito disfraz", me dijeron unos borrachos, y quisieron probárselo. Esa noche habí­a fuegos artificiales. Todos estaban de fiesta. Vi a Caperucita con sus padres debajo del samán del parque. Se comí­a un inmenso helado de chocolate y era descaradamente feliz. Me alejé como alma que lleva el diablo. 

Volví­ a ver a Caperucita unos dí­as después en el camino del bosque. 

”“¿Vas a la escuela? ”“le pregunté, y en seguida me di cuenta de que nadie asiste a clases con sandalias plateadas, blusa ombliguera y faldita de juguete. 

”“Estoy de vacaciones ”“dijo”“. ¿O te parece que éste es el uniforme? 

El viento vino de lejos y se anidó en su ombligo. 

”“¿Y qué llevas en el canasto? 

”“Un rico pastel para mi abuelita. ¿Quieres probar? 

Casi me desmayo de la emoción. Caperucita me ofrecí­a su pastel. ¿Qué debí­a hacer? ¿Aceptar o decirle que acababa de almorzar?  Si aceptaba, pasarí­a por ansioso y maleducado: era un pastel para la abuela. Pero si rechazaba la invitación, herirí­a a Caperucita y jamás volverí­a a dirigirme la palabra. Me parecí­a tan amable, tan bella. Dije que sí­.  

”“Corta un pedazo.  

Me prestó su navaja y con gran cuidado aparté una tajada. La comí­ con delicadeza, con educación. Querí­a hacerle ver que tení­a maneras refinadas, que no era un lobo cualquiera. El pastel no estaba muy sabroso, pero no se lo dije para no ofenderla. Tan pronto terminé sentí­ algo raro en el estómago, como una punzada que subí­a y se transformaba en ardor en el corazón. 

”“Es un experimento ”“dijo Caperucita”“. Lo llevaba para probarlo con mi abuelita, pero tú apareciste primero. Aví­same si te mueres. 

Y me dejó tirado en el camino, quejándome. 

Así­ era ella, Caperucita Roja, tan bella y tan perversa. Casi no le perdono su travesura. Demoré mucho para perdonarla: tres dí­as. Volví­ al camino del bosque y juro que se alegró de verme. 

”“La receta funciona ”“dijo”“. Voy a venderla. 

Y con toda generosidad me contó el secreto: polvo de huesos de murciélago y picos de golondrina. Y algunas hierbas cuyo nombre desconocí­a. Lo demás todo el mundo lo sabe: mantequilla, harina, huevos y azúcar en las debidas proporciones. Dijo también que la acompañara a casa de su abuelita porque necesitaba de mí­ un favor muy especial. Batí­ la cola todo el camino. El corazón me sonaba como una locomotora. Ante la extrañeza de Caperucita, expliqué que estaba en tratamiento para que me instalaran un silenciador. Corrimos. El sudor inundó su ombligo, redondito y profundo, la perfección del universo. Tan pronto llegamos a la casa y pulsó el timbre, me dijo: 

”“Cómete a la abuela. 

Abrí­ tamaños ojos. 

”“Vamos, hazlo ahora que tienes la oportunidad. 

No podí­a creerlo. 

Le pregunté por qué. 

”“Es una abuela rica ”“explicó”“. Y tengo afán de heredar. 

No tuve otra salida. Todo el mundo sabe eso. Pero quiero que se sepa que lo hice por amor. Caperucita dijo que fue por hambre. La policí­a se lo creyó y anda detrás de mí­ para abrirme la barriga, sacarme a la abuela, llenarme de piedras y arrojarme al rí­o, y que nunca se vuelva a saber de mí­. 

Quiero aclarar otros asuntos ahora que tengo su atención, señores.  

Caperucita dijo que me pusiera las ropas de su abuela y lo hice sin pensar. No veí­a muy bien con esos anteojos. La niña me llevó de la mano al bosque para jugar y allí­ se me escapó y empezó a pedir auxilio. Por eso me vieron vestido de abuela. No querí­a comerme a Caperucita, como ella gritaba. Tampoco me gusta vestirme de mujer, mis debilidades no llegan hasta allá. Siempre estoy vestido de lobo. 

Es su palabra contra la mí­a. ¿Y quién no le cree a Caperucita? Solo soy el lobo de la historia. 

Aparte de la policí­a, señores, nadie quiere saber de mí­. 

Ni siquiera Caperucita Roja. Ahora más que nunca soy el lobo del bosque, solitario y perdido, envenenado por la flor del desprecio. Nunca le conté a Caperucita la indigestión de una semana que me produjo su abuela. Nunca tendré otra oportunidad. Ahora es una niña muy rica, siempre va en moto o en auto, y es difí­cil alcanzarla en mi destartalada bicicleta. Es difí­cil, inútil y peligroso. El otro dí­a dijo que si la seguí­a molestando, harí­a conmigo un abrigo de piel de lobo y me enseñó el resplandor de la navaja. Me da miedo. La creo muy capaz de cumplir su promesa.

Cuento puesto en línea en octubre de 2000.