Un edificio de ficción

Pablo De Santis
Recordó alguna vez Adolfo Bioy Casares que cuando estaba todavía en la escuela secundaria le contó a su padre que le gustaba escribir y que tenía un libro listo para publicar. El padre no leyó el libro, pero llevó al escritor adolescente a la editorial Tor, entonces muy popular en Argentina, y le presentó a su dueño, Juan Carlos Torrendell. Le explicó al editor que su hijo había escrito un libro, y el editor, sin haber leído una sola línea, le dijo que le venía muy bien para una nueva colección que estaba preparando. Cuando poco después apareció Prólogo, el jovencísimo escritor se maravilló de lo amable que era el mundo literario y lo fácil que resultaba publicar. Muchos años después, al rememorar el episodio, Bioy se dio cuenta de que su padre había visitado antes al editor, le había pagado la edición del libro, y todo había sido una puesta en escena, a la que él había colaborado con su ingenuidad.

Algo de esa ingenuidad tenemos todos al intentar publicar por primera vez. Pronto descubrimos que las cosas no eran tan fáciles como creíamos en un principio. De jóvenes vivimos en un mundo melodramático, donde hay gloriosas aceptaciones o abismales rechazos; luego tenemos que aprender a convivir con lo que no es más que una suave indiferencia. Aunque pude publicar mi primera novela antes de los 25 años, mis intentos siguientes terminaban siempre en fracaso. Pero todo cambió cuando en 1990 llevé un libro para niños a la editorial Sudamericana. En ese entonces la directora del departamento de literatura para niños y jóvenes era Gigliola Zecchin, a quien todos conocíamos como Canela. Además de escritora y editora era una famosísima conductora de televisión. Nacida en Vicenza, Italia, su familia había llegado a la Argentina cuando ella tenía nueve años. Canela no solo me aceptó el libro, sino que me pidió que escribiera otro, pero para lectores adolescentes. Acostumbrado a enviar novelas a concursos, sin suerte, y a abandonar manuscritos en la recepción de las editoriales, sin respuesta, de pronto no solo prometían publicarme un libro, sino un segundo libro, que todavía no había escrito.

Este otro libro fue para mí un verdadero aprendizaje como escritor. Para darle forma, rescaté una novela que había escrito tiempo atrás y que tenía en su centro un edificio que yo había conocido. A metros de la avenida Corrientes, donde las librerías, profundas y polvorientas, permanecían abiertas hasta pasada la medianoche, este edificio en ruinas esperaba que lo tiraran abajo. El ascensor no funcionaba y la demolición era inminente. Como la novia de un amigo vivía allí, yo había subido las escaleras y había mirado ese cuarto de paredes con el revoque caído: estaba en el punto exacto donde la libertad comienza a convertirse en desamparo. Ahí mudé a mi joven protagonista, a un cuarto en el último piso. 

La novela era pretenciosa y confusa. Como no tenía un lector, la novela no era más que una serie de carillas escritas a máquina a la que podía sumar partes inconexas. Pero ahora que la editora me había pedido un libro, de pronto abandonaba el mundo de las ensoñaciones y estaba en el mundo real. La obligación de pensar en un lector, y que además era un lector joven, cambió completamente mi manera de escribir. Me di cuenta de que una novela no podía ser una suma de agregados, como esas mantas que hacían las abuelas sumando cuadraditos de lana: tenía que tener un diseño decidido desde el principio, una organización interna, una búsqueda de simetría. 

Como un  arqueólogo de mí mismo, tenía que encontrar debajo de los escombros cuál era la historia verdadera y, sobre todo, el verdadero rostro del protagonista. Porque un cuento nos muestra cómo cambia el mundo, pero una novela nos muestra cómo cambia una persona. Mientras mi personaje cambiaba, yo mismo cambiaba como escritor. Y cambiaba porque sabía que alguien iba a leerme, que no escribía para reunir las páginas en una carpeta y condenarlas al fondo de un placar, como había hecho con mis anteriores intentos.  

No volví a leer esa novela, que finalmente se llamó Desde el ojo del pez. Al edificio lo demolieron, tanto en la novela como en la realidad.  Y las librerías de la calle Corrientes, que antes seguían abiertas mucho después de medianoche, ahora cierran temprano.