Qué amo y qué odio de los libros para niños

Paloma Muiña
Lo confieso: soy una persona desmemoriada. Hace poco tiempo estuve en una fiesta donde la mitad de los invitados afirmaban conocerme; yo no recordaba prácticamente a ninguno. No es falta de interés, les doy mi palabra, es la ausencia de neuronas. Si me ven por la calle y me sonrí­en no dudaré en devolverles la sonrisa. Soy desmemoriada pero muy cordial. Mas si me paran, ¡ay, si me paran! Pronto descubrirán que olvidé sus nombres. Sé qué pelí­culas me gustaron y qué me hicieron sentir, pero no serí­a capaz de reproducir su argumento. Recuerdo a mis abuelos, cómo no, pero olvidé sus voces y darí­a lo que fuera por recuperarlas. "¿Qué le queda, pues?", se preguntarán. Me queda el presente, por supuesto. Están mis estanterí­as llenas de libros para hojear, releer o bucear en ellos y volver a sentir igual que si fuera nuevo aquello que me moldeó como persona. Y un puñado de recuerdos.

Recuerdo que, de niña, amaba el chocolate, sumergirme en el agua y aguantar hasta que mis oí­dos parecí­an próximos a estallar. Odiaba el tomate, madrugar y la maní­a de mi abuela de decir que era muy linda porque estaba gordita.

Recuerdo también el momento exacto en que descubrí­ la lectura: yo estaba sentada en el suelo de mi habitación. Apoyaba la espalda en el baúl rojo de los juguetes y tení­a sobre las piernas un libro. Era un libro de tapas duras, con hojas de color amarillento. Aquellos textos no eran para mí­ sino un borrón de tinta, letras amontonadas que ignoraba sin mala conciencia. Me interesaban los dibujos, en blanco y negro. Yo jugaba a mirarlos e inventar sus historias.

En la escuela ya nos habí­an contado aquello de que la eme con la a es «ma»; también cantábamos canciones sobre letras, colores y pollitos. Era divertido, como inventar historias. Pero en aquel momento, en el suelo de mi habitación, con el baúl rojo a mi espalda y el libro sobre mis piernas, me dio por fijarme en las letras y empecé a jugar: la ge con la a es "ga"; la te con la o es "to"”¦

Fue como un relámpago. Una verdad se abrió paso en mi mente iluminándola, transformándola: aquellas letras que yo habí­a jugado a juntar, ¡formaban una palabra! Y esa palabra me estaba describiendo lo que yo veí­a en ese dibujo. La palabra era gato; en el dibujo, llevaba botas, y el cuento era de Perrault.

Habí­a aprendido a leer.

Habí­a aterrizado en un mundo nuevo.

El tiempo fue pasando. Yo soy persona desmemoriada, ¿ya lo dije? Pero muy fiel. Seguí­ amando el chocolate y detestando el tomate. Mi abuelita estaba más feliz que nunca con esa nieta suya que engordaba a ojos vistas. Y aquel mundo, ah, aquel mundo que habí­a descubierto hací­a tantos años, cada vez era más grande: un universo lleno de puertas que abrí­a de forma insaciable, nuevas estancias que recorrí­a y me llevaban de un lugar a otro, distintas cada vez, infinitas.

Entré en la casa de Jo March una tarde cualquiera y ya no fui capaz de abandonarla. Seguí­ en ella durante muchos dí­as, ocultándola bajo el pupitre mientras la maestra explicaba Geografí­a y luego Matemáticas y, por último, Inglés. Me enamoré en una estación de autobús mientras el poeta recitaba en mi oí­do cien poemas de amor por ese chico que me miraba, en esa misma parada, y nunca se atrevió a hablarme. Suspendí­ mi primer examen perdida en Macondo porque pasé la noche bajo las sábanas, enganchada a la lluvia que caí­a impertérrita y a esa linterna que me permití­a compartir con ellos la enfermedad del insomnio y la peste de la memoria.

La lectura se habí­a convertido en el mayor de mis amores, el más bello idilio que nunca tuve.

Tennessee Williams dijo una vez, o al menos a él se le atribuye esta frase: "el odio es un sentimiento que solo puede existir en ausencia de toda inteligencia". Yo no querrí­a ir tan lejos. Creo que puedes ser inteligente y odiar, aunque odiar no sea lo más inteligente. En cualquier caso, reconozco que el paso de los años y los acontecimientos cambiaron mis prioridades y suavizaron mi forma de sentir las cosas.

Hoy en dí­a me siento incapaz de odiar algo. Tengo mi carácter, me dan arrebatos muy peligrosos en los que no conviene tenerme cerca. Sobre todo, si me falta el chocolate. Pero con la edad me he dado cuenta de que no merece la pena perder el tiempo odiando nada y sí­ aprovecharlo para amar los detalles que nos pasan inadvertidos y que, en efecto, pasan, para no volver. Amo el chocolate, pero sobre todo compartido con gente querida y acompañado de risas. Risas bobas, que no contengan grandes verdades, risas por nada y por todo, porque aprendimos a vivir el instante. Ahora también amo el tomate, en el desayuno, junto a una tostada y acompañado de una taza de café humeante.

Y amo los libros. Los libros para niños, para medianos, para mayores.

Me preguntaron qué odio de los libros para niños. Y aunque no pueda odiar, si tuviera que odiar, odiarí­a muchas cosas.

Odiarí­a que un niño dijera: "Odio los libros", como en el tí­tulo de Soledad Córdova. Hay tantos libros... Pero no odio. Amo encontrar el volumen adecuado para cada niño y regalárselo y abrir esa puerta que yo tuve la fortuna de hallar aquel dí­a, hace tantos años.

Odiarí­a que los adultos no lean y pretendan que los niños lo hagan, como si fuera un deber de la escuela que puedes abandonar con los años, como lavarse detrás de las orejas. Pero no odio. Amo en cambio a los muchos padres que me escriben y me preguntan qué libro recomiendo a sus hijos o cuál es el secreto para que se enganchen a la lectura.

Odiarí­a que los gustos de los adultos se impongan sobre los niños. Maurice Sendak nunca gustó a los señores más serios y respetables. Los niños, sin embargo, alejados de prejuicios, amaban su astuta incorrección y esa forma de contar e ilustrar lo que ellos sentí­an cuando su madre los castigaba sin cenar. Yo también amo esas y otras incorrecciones de los autores de literatura infantil más osados.

Odiarí­a que se confundiera la literatura con la educación, la moral con la prohibición de llamar a las cosas por su nombre o fingir que la realidad no existe si no se menciona. Amo los libros que divierten, pero también los que hablan de las cosas feas: la violencia, el dolor, el miedo, la muerte. Amo el modo en que algunos autores enfrentan sus propios miedos y los desmenuzan para los pequeños lectores, sin negar su existencia, pero abriendo caminos, puntos de vista, esperanza.

Odiarí­a las tablas rasas, las generalizaciones: a los niños les gusta la fantasí­a; a los niños no les gusta leer; a las niñas les gustan los cuentos de princesas. Amo las librerí­as de barrio donde todo tiene cabida, donde cada niño se encuentra o encuentra aquello que lo hace distinto e infinito.

Odiarí­a que se mire la literatura infantil como una literatura menor, pero también lo contrario. ¿Quién no oyó encendidas discusiones defendiendo una u otra postura? O también eso de que no existe la literatura infantil. Yo creo que sí­ existe. Yo escribo literatura infantil. Se me llena la boca. Me encanta. Me enorgullezco. Amo la literatura infantil”¦ No es mejor, no es peor, no es más difí­cil, sí­ es distinta. Todos tenemos una especialidad, un don, algo para lo que estamos dotados. Escribir para que los niños te lean y les guste es un regalo. Conseguir que a la vez gustes a los mayores y no te menosprecien, un milagro. A veces logras solo lo primero. Otras veces, solo lo segundo. Pero si he de elegir, me quedo con los niños. Y no con los niños en general, sino con el niño que me leyó y al que hice feliz. Saber que estuve ahí­, en esa casa, en ese rincón, con esa luz, junto a esa risa, ese dí­a, esa tarde, ese momento”¦ merece un libro.

Soy desmemoriada, ¿ya lo dije? Mi cabeza hueca hizo que perdiera mucho por el camino. Tal vez deberí­a odiar mi mala memoria. Me habrí­a gustado retener cada instante bello en mi cerebro tal como lo viví­, y recordar todos los libros que leí­, esos que pueblan mi casa como viejos amigos, escondidos en cada rincón, dibujando montañas en las estanterí­as, entre las tazas de café o en difí­cil equilibro sobre mi mesilla de noche. Pero en mi vida hay más que libros: un compañero de vida, tres niños, un trabajo que adoro, un buen puñado de amigos, unos padres viejitos que necesitan mi tiempo y unas cuantas cosas más que no amo, pero están, son, y habitan mi cabeza. Recordar cada libro llenarí­a demasiado espacio. No lo tengo.

Al final, el amor ocupa cada hueco. Amar la literatura es como amar la música, la risa o los árboles. Amar la literatura te ensancha el alma. Y eso hay que compartirlo. Hagamos que los niños amen la literatura. Si de paso les enseñamos algo, bueno. Tal vez nosotros, los adultos, tengamos que desaprender.

Yo amo la literatura infantil. Con ella desaprendo y me acerco a la niña que fui, ahí­ sentada, con la espalda apoyada en el baúl rojo y un libro sobre las piernas.

Texto leí­do en el 5to. Seminario de Literatura Infantil y Lectura, realizado en noviembre de 2018 por la Fundación Cuatrogatos y la Feria del Libro de Miami.